Por Xavier Bankimaro
Si
observas un mapa del mundo o un globo terráqueo y localizas Islandia, te das
cuenta de que está justo en el fin del mundo: muy al norte, cerca del ártico,
en una posición geográfica y poética que la aleja de Europa, pero también de
América, un simple y libre más allá.
Sólo por
el origen escandinavo de sus habitantes y su situación política es que se
denomina un país europeo. Y menciono lo anterior porque para ser descendientes
de los vikingos, su temperamento es increíblemente pacífico y moderado en
general; tal vez se deba a sus géiseres que hacen que todo rastro de ira sea
expulsado de sus entrañas en forma de agua hirviendo, desde lo más profundo de
la tierra, desde lo más profundo del infierno, hasta ser enfriado por sus
majestuosos cielos, extirpando así los demonios de la isla.
Sus
paisajes son tan hermosos que de noche, cuando se observan las auroras
boreales, pareciera que así como en algunos lugares el cielo se duplica en el
mar, en Islandia las montañas se duplicaran en el cielo; jardines flotantes
donde los adultos aún pueden soñar a que son niños y los niños a jugar que aún
pueden, en este mundo predador, a ser niños.
Hay menos
islandeses en todo el mundo que en un sólo distrito de ciudades como México,
São Paulo, Nueva York, Londres, Berlín, Tokio…
Sólo hay
dos caminos cuando todo esté perdido: la locura o Islandia.
Cuando
todo vaya a morir, cuando se acerque cuando se acerca el apocalipsis, cuando el
corazón se despedace en amorfos pedazos de hielo…
Toma un
globo terráqueo o un mapa y concéntrate en Islandia, y comprende que siempre
hay un lugar más allá de donde estamos, un fin del mundo que nos ofrece otro
camino hacia otro fin del mundo.
Un
territorio inexplorado, un agujero en la jaula por el que no te has asomado y
ofrece, por lo menos, la ilusión de un escape.
Fuente: Plantando Libros
No hay comentarios:
Publicar un comentario