jueves, 3 de octubre de 2013
El budismo "aristocrático" de Julius Evola
Se trataba, en realidad, de
un malentendido. Se olvidaba, por ejemplo, que el futuro Buda era también de
estirpe noble o, más exactamente, era h¡jo de rey y príncipe heredero y había
sido educado en vistas a que un día heredaría la corona. Se le había enseñado
la profesión de las armas y el arte de gobernar y, a la edad justa, se había
casado y tenido un hijo. Cosas, todas éstas, que evocarían rnas la formación
física y mental de un futuro samurai que la de un seminarista que se prepara a
tomar las Ordenes. Un hombre como.Julius Evola era el mas apropiado para
dlsipar tal error.
Y lo hace en dos frentes:
por un lado, no deja de recordar en su libro cuáles fueron los orígenes de
Buda, el príncipe Siddhartha, destinado al trono de Kapilavastu; por otro, se
empeña en demostrar que el ascetismo budista no es una resignación pusilánime
frente a las desgracias de la vida, sino un combate de orden espiritual no
menos heroico que el de un caballero en el campo de batalla. Como dice el
propio Buda (Mahavagga 2, 15): "Mejor morir combatiendo que vivir
como vencido". Tal resolución coincide con el ideal de Evola de
triunfar sobre las resistencias materiales con el fin de alcanzar el Despertar
a través de la meditación; no obstante, hay que señalar que el vocabulario
guerrero está contenido en los escritos más antiguos del budismo, o sea, los
que mejor reflejan la enseñanza viva del Maestro. Evola se entrega
incansablemente a borrar esa imagen flaca y desteñida que el Occidente se ha
creado de una doctrina que en sus orígenes se la quería aristocrática y
reservada a "campeones".
Es sabido que después de
Schopenhauer, en la cultura occidental se difundió la idea de que el budismo
enseñaba una doctrina de renuncia al mundo, entendida como actitud pasiva: "dejernos
que las cosas sigan su curso; al fin y al cabo no nos interesan". Dado
que en este mundo inferior "todo es malo", sabio es aquel que, como
san Simeón Estilita, se retira, si no a vivir sobre una columna, por lo menos a
un lugar aislado para meditar. Y la imagen más corriente que nos hacemos de los
budistas es de monjes con hábitos color azafrán que van mendigando su alimento
y no hacen ‑según se cree‑ más que recitar textos aprendidos de
carretilla, puesto que la oración propiamente dicha está prohibida, por lo cual
su religión se antoja una forma de ateísmo.
Evola demuestra muy bien que
esa noción del budismo está radicalmente falseada por una serie de prejuicios.
¿Pasividad?, ¿inacción? ¡Todo lo contrario! Buda no cesa de exhortar a los
discípulos a "esforzarse por la victoria" y él mismo, en el ocaso de
la vida, podrá decir con ufanía: katam karaniyam (¡lo que
tenía que hacer lo he hecho!). ¿Pesimismo? Es cierto que Buda, tomando una
fórmula del brahmanismo, religión en la que había sido educado antes de partir
de Kapilavastu, afirma que sobre la tierra "todo es sufrirniento";
pero es así, aclara él mismo, porque esperamos que nuestros actos nos reporten
de inmediato beneficios concretos. Los guerreros arriesgan su vida por el ansia
del saqueo y por el placer de la gloria; pero quedan inevitablemente
decepcionados: el botín es magro y pronto malversado y la gloria se marchita
con rapidez... Mas si se toma conciencia de este estado de cosas (he aquí
unaspecto del Despertar), el pesimismo se disipa, por cuanto que la realidad es
la que es, ni buena ni mala de por sí: pertenece a un devenir que no puede ser
interrumpido. Es preciso vivir y actuar, pues, a sabiendas de que para nosotros
ha de contar sólo el instante. Por lo tanto, el deber (el dhanuna) se
afirma como la única referencia válida: "haz lo que debes", o sea,
"haz, pero de modo que tu actuar sea del todo desinteresado".
Se adivina cómo Evola no ha
tenido que fatigarse mucho para mostrar que este ideal es el de los caballeros
andantes de nuestro Medievo, los cuales ponían su espada al servicio de toda
causa noble, sin aguardar recompensa alguna. Combatían porque un día fueron
preparados para rendir tal servicio y no para enriquecerse despojando a sus
adversarios. ¿Eran pesirnistas? Desde luego que no, si al concluir su vida
podían decir, como Buda: "¡Lo que debía hacer lo he hecho!" Tampoco
eran optimistas, puesto que el principio "todo marcha bien en el
mejor de los mundos posibles" no es menos ilusorio que su
contrario.
Por fin, el término de
"ascetismo" es susceptible de generar errores en quien observe el
budismo desde el exterior. Evola recuerda, a tal propósito, que el sentido
original de esta palabra es "ejercicio práctico",
"disciplina" y, se podría decir también, "aprendizaje". Mas
no, como estamos inclinados a creer, una voluntad de mortificación ligada a la
idea de penitencia que llega, por ejemplo, a la autoflagelación, pues "es
preciso sufrir para espiar los propios pecados", sino una escuela de
la voluntad, un heroísmo puro (o sea, desinteresado), que Evola, conocedor de
la materia, parangona con el esfuerzo del alpinista. Para el profano, la
escalada es un esfuerzo inútil, para el montañista es un desafío que se lanza a
sí mismo con el solo propósito de poner a prueba su valentía, su perseverancia
y, eventualmente, su heroísmo. Hay aquí una actitud que el brahmanismo conocía
ya bajo ciertas formas del yoga, en especial las tántricas. A esto, Evola, unos
años antes, había dedicado el libroEl hombre como potencia
(1926).
En el ámbito espiritual el
modo de proceder es el mismo. Buda en determinado momento, según se sabe,
estuvo tentado de una forma de ascetismo semejante a la del ermitaño del
desierto; ayunos prolongados, prácticas tendientes a "quebrantar la
resistencia del cuerpo", etc. Pero llegó a ser verdaderamente él mismo,
obtuvo el Despertar, sólo cuando comprendió que este camino no llevaba a
ninguna parte. Con gran escándalo de sus primeros discípulos dejó de
mortificarse, comió hasta satisfacer el hambre y volvió a mezclarse con el
mundo de los hombres. Pero a partir de entonces comenzó a actuar con
desprendimiento: el mundo ya no podía hacer presa de él, que se había
convertido en un “héroe", como habrían dicho los griegos antiguos, o casi
un dios.
Tal es el significado
profundo de la enseñanza del príncipe Siddhartha, transformado en "el
Despertado", el buddha, o "el asceta salido de la
dinastía real Shakya (Shakya Muni)". Y todo el valor del libro de Evola
está en poner de manifiesto este budismo auténtico. Para ello recurre
masivamente a las fuentes originales, las recogidas en el canon en lengua pali,
la lengua utilizada por Buda en su predicación. Aunque se trata siempre de una
erudición mantenida bajo control, que no se tiene ella misma como fin, cual a
menudo ocurre con los especialistas, sino que cumple su papel, esencial pero
subalterno, de medio de demostración. La obra de Evola, como él mismo recalca
en el título, es un "ensayo", un compendio, no una summa. No es una
historia del budismo primitivo, antes bien una reflexión sobre la verdadera
naturaleza del ascetismo budista y sobre su posible integración en el mundo
moderno.
¿Quién puede saber lo que
Evola pensaba mientras escribía este libro? Por mi parte me inclino a creer
que, presintiendo la tragedia inminente, quiso ilustrar la virtud de la
perseverancia y de la fidelidad, aunque el combate no tuviera camino de salida.
Y cuando, en 1945, recibió en Viena la terrible herida que lo dejó inmovilizado
los treinta años que aún le quedaban por vivir, se puede creer que,
sobreponiéndose a sus sufrimientos y a su desazón por no poder ya escalar las
cimas que siempre lo habían atraído, se dijo que, como fuera, había hecho lo
que tenía que hacer, habiendo nacido tal día y en tal lugar: testimoniar la
verdad. Y si, por desgracia, en esta edad oscura en la que el universo se
precipita hacia su fin (necesario para que aparezca un mundo nuevo, según la
doctrina cíclica del tiempo), la gente no es capaz de recibir tal testimonio,
¿qué más da? Como dijo el propio Buda: "Quien ha despertado es
sernejante a un león que ruge hacia las cuatro direcciones del espacio". ¿Quién
puede saber cómo resonará el eco de este rugido? Como quiera, es el rugido de
un vencedor y esto es sólo lo que cuenta.
Jean Varenne
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